Un mal día...



     Mi calvario empezó a las siete de la mañana, cuando en vez de apagar el despertador, que amenizaba con una balada de Aerosmith en la banda sonora de Armageddon, y levantarme; decidí no apagarlo y dejarme soñar con Ben Affleck. No sé cuánto tiempo había transcurrido, cuando una nueva melodía, por llamarlo de alguna forma, exactamente era “Los rockeros van al infierno” de Barón Rojo, amenazaba con romperme los tímpanos. Lo apagué de un manotazo mientras seguía soñando que me levantaba, elegía el vestuario en el armario, desayunaba, me duchaba...

      Un estridente sonido me sacó la cabeza de la almohada.

      —¡Maldita sea!... ¿Sí?... No, no, perdona, es que... me he tropezado. Sí, ya estoy de camino. Vale no te preocupes que yo lo recojo.

      Después de mi desliz matutino, me pasé por la tienda de antigüedades, como le había prometido a mi compañera. Mi jefe había encargado un reloj de arena para decorar su nuevo despacho. Y qué mejor forma de justificar mi retraso que cumplir con un encargo y limpiar mi historial de deslices.

      Cuando salía de la tienda de antigüedades, me fijé en un escaparate. ¡Acababa de enamorarme de un bolso de piel negro con forma de saco! Entré a echar un vistazo, y ya que estaba allí dentro, me probé el bolso y tres pares de zapatos. Como no sabía por cual decidirme, y corría el tiempo, le dejé al chico de la tienda que eligiese por mí. Los metí dentro del bolso nuevo y le pedí que me lo envolviese en papel de regalo, ya que no sería buena idea presentarme al trabajo tarde y con bolsas. Comprar un regalo es más un compromiso que un capricho.

      Al entrar por la puerta de la oficina, me di cuenta de que me faltaba un paquete ¡No podía ser cierto! Me había dejado el reloj de arena en la tienda de los bolsos. Volví corriendo a buscarlo. Y aquí estoy, pero no veo ni el paquete del reloj, ni al chico que me atendió.
      —Perdone señorita, me he dejado un paquete y...
      —Sí, mi compañero salió a buscarte al minuto de salir tú, es raro que no os hayáis cruzado.
      En mi cabeza empezaron a revolverse las peores de mis pesadillas. Esperaba que el chico no fuera un rufián que se había marchado al rastro a vender el reloj de mi jefe. Ya le estaba imaginando gritándome y redactando una carta de despido inminente... cuando ¡por fin! apareció en la tienda el rufián. Por lo visto, no soy la única que se entretiene en asuntos personales en los trayectos laborales.

      Salí disparada de nuevo a la oficina. Esta vez subí por la escalera, el ascensor estaba ocupado y el tiempo seguía jugando en mi contra. Las piernas me flaqueaban por el cansancio de subir los escalones de dos en dos y por los nervios. Giré el picaporte de la puerta para entrar, y una fuerza desde el otro lado me impulsó, precipitándome hacia dentro y descontrolando la mercancía que llevaba encima. El dueño de la mano que abrió desde el otro lado, no era otro que mi jefe, miró descompuesto donde yacían los paquetes y preguntó.

      —¿Eso que ha sonado a cristales rotos, no será...?

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