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A qué huelen las nubes

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       ¡Ay, los olores...! Vaya anuncios más ridículos que se marcan las compresas, no entiendo por qué se empeñan en convertir la regla en algo maravilloso y emocionante; si la regla, por mucho que la disfracen, es una jodienda que no nos queda otra que pasar, mes tras mes, y cuya fecha, por h o por b, siempre nos obsesiona. Si llega, porque vaya faena justo este fin de semana que me iba a tal sitio, y ahora tengo que estar pendiente de cambiarme y llevarme artilugios varios, y espero que no sea de esas dolorosas… Y si no llega, vaya putada, no puede ser, como me haya quedado embarazada me da algo… a ver, cuándo me vino la última vez, cuento, recuento, vuelvo a contar, es  imposible… y lo contenta que te pones, incluso a dar saltos, cuando aparece, que ya te da igual que ese fin de semana tengas planes de irte fuera, la boda de tu prima, si te duele a rabiar, o que te hayas quedado de golpe sin tampones, ¡en ese momento la adoras!! Bueno, que me voy del tema, pues eso, que en l

Historia de una azotea

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      Solía escucharla con entusiasmo contenido, evitando siempre parecer más interesado de lo que estaba dispuesto a admitir. Ella lo sabía, y estudiaba su rostro, le conocía lo suficiente como para interpretar cualquier imperceptible cambio en su gesto. Pero ese día no había disimulo ni contención, fue directo en sus palabras y parecía molesto con las de ella. Algo había cambiado en su actitud y no entendía el porqué, cuando era él, además, quien elegía ese camino. Se encontraban en la azotea de su edificio. Las vistas desde allí eran magníficas y sus vecinos o no sabían que se podía acceder con las llaves del portal, o eran demasiado remilgados para incumplir las reglas; y el cartel que en la puerta prohibía el acceso si no era en caso de emergencia, les mantenía alejados de allí. Fue él quien descubrió aquel sitio, años atrás, subía a fumar con el pretexto a sus padres de ir a sacar la basura. El día en que la encontró sentada en la escalera con el rímel corrido y levantán

Fondo de armario

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      Discutían acaloradamente el vestido rojo y la falda de vuelo azul, siempre estaban a la defensiva y era el top de seda negro quien mediaba en sus discusiones. Le hubiera gustado ponerse de parte de la falda azul, ya que existía muy buena relación entre ellos, acostumbrados a combinar juntos. Pero esta vez, a pesar de que no soportaba al engreído vestido rojo, no le quedaba otra que darle la razón. Lo que contaba era cierto: existía una crisis fuera del armario. Escuchó la conversación entre su vecino de armario, el blazer negro, un tipo en apariencia bastante estirado pero que en las distancias cortas mostraba su lado amable y cercano, y el vestido rojo. Ambos eran grandes compañeros de fiesta y por todos era sabido que cuando salían juntos, amanecían revueltos. Pues bien, el blazer negro contaba que días atrás salió de fiesta con un vestido en tono dorado de encaje que le había dejado muy tocado. El vestido rojo, al escuchar su confidencia, y pese a que blazer juró y perjur

El carrusel de los sueños

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             Me preguntaste con qué compararía nuestra historia, y respondí que con un viejo carrusel porque dábamos vueltas sin avanzar a ningún sitio en concreto. Así nos gustaba. En ella nos sentíamos como niños, ajenos a lo que en ese momento existiera fuera de aquel carrusel cargado de sueños. Yo solía subir primero, buscando un sitio donde poder controlarlo todo, pero tú siempre encontrabas un lugar para esconderte, no sé si con la intención de fastidiarme o porque te mareaba el hecho de girar. Mientras, yo, aferrada a mi asiento, esperaba a ver si salías de tu escondite y tomabas la iniciativa de acercarte. Tardabas. Me impacientaba. No venías. Me desilusionaba. Y justo cuando me planteaba rendirme, aparecías. Y aquellos instantes, por lo inesperados, por lo efímeros, se convertían en los mejores. El carrusel seguía girando, pero ya no era así. Nuestro carrusel se había detenido, y era el mundo lo que giraba para nosotros.

Haiku IX

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Pasea su cuerpo atrapado en un sueño reflejos de ayer.

El día que descubrí “la chorraera”

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             Recuerdo al poquito de venir a vivir a Málaga, cuando mi hijo ya andaba, estaba en un parque cerca del barrio con él y, en un momento que me despisté mientras charlaba con una madre, perdí de vista al niño. Empecé a ponerme nerviosa mirando en todas direcciones hasta que ella, contagiada por mi nerviosismo, le localizó y me dijo: “Tranquila, está en la chorraera”. Y yo, lejos de tranquilizarme, entré en modo pánico buscando la fuente y pensando: “Ay, la virgen, como se me moje el niño que no me he traído ropa de cambio”, mientras le decía impaciente: “Pues no veo la fuente”.  Lo cierto es que tampoco me sonaba haber visto ninguna. “No, digo en la chorraera, ¿no le ves que sube por la escalera?”. Y ahí fue donde descubrí que un tobogán en Málaga es una chorraera. “¿Y por qué lo llamas así?”, pregunté con curiosidad. Es así como se dice aquí, porque “te chorreas pabajo”, ¿no ves?… Así son los malagueños de salaos, con su diccionario particular de palabros.

Yo siempre lo he llamado flash

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      Esto no sé si son cosas de los malagueños o soy yo que siempre he estado equivocada llamándolo mal, pero recuerdo una vez que íbamos por la calle un grupo de amigos, encontramos un kiosco de helados y se nos antojó comprarnos uno. Unos pidieron cucuruchos, otros de palo, etc., y a mí se me ocurrió pedir un flash. Y esta fue la reacción de la mujer del kiosco:       —Un flash.       —¿Un qué?       —Un flash.       —¿Flash?       —¡Sí, flash!       La señora del kiosco con cara de no estar enterándose de nada y yo preguntándome que letra estaba pronunciando mal para que no me entendiera. En esto que salta uno de los del grupo que sí era malagueño:       —Un “poloflash”.       —¡Ah, sí! ¿De qué lo quieres? —respondió la señora muy resuelta ya.       Y a mí se me quedó una cara de no poder creérmelo. Pero vamos a ver, ¿tan revelador era agregar “polo” a la palabra “flash” para comprenderme? Entendería que si entro a un bar y pido un flash, el camarero me mire

Conflicto de intereses

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      —Sólo tienes que meter la mano y manejarla con tus dedos —explicaba la niña, encantada, recreando en su imaginación el momento donde las marionetas se fundirían en ese beso soñado fuera del escenario.       El muchacho, nervioso, consultaba su reloj, impaciente por lanzar las canastas que le había prometido después. (XIII Edicion de las Microjustas OZ)